Los tesoros escondidos del lugar secreto

“La oración es el medio por el cual obtenemos todas las gracias que se derraman sobre nosotros de la Fuente Divina de Bondad y Amor.”

-Laurence Scupoli

“La consolación de las Escrituras consiste en esto, que leyendo en ellas las promesas de Dios, volvemos a confirmarnos y fortalecernos en Esperanza.” -Juan de Valdés

En muchas traducciones modernas del Nuevo Testamento no oímos el final familiar del texto que hemos utilizado en estas páginas. En lugar de las palabras “te recompensará en público”, leemos, por ejemplo en NVI: “Te recompensará.” La recompensa de la oración es, en el primer caso, personal y privada; es “los tesoros escondidos” del lugar secreto (Isa. 45:3). Luego, al pasar a la vida y las acciones, se hace manifiesta. El Padre quien está en secreto, y que ve en secreto, recompensa a sus siervos “en público”.

Leemos que cuando los Peregrinos (de El progreso del peregrino, por Bunyan) habían casi llegado al final de la tierra encantada, “percibieron que un poco más adelante había un ruido impresionante, como si alguien estuviera muy preocupado. Así que siguieron adelante, y miraron delante de ellos; y he aquí que vieron, como lo esperaban, a un hombre de rodillas, con sus manos y vista en alto, y hablando, según parecía, con mucha intensidad a alguien arriba. Se acercaron, pero no podían captar lo que decía; así que permanecieron quietos hasta que terminó. Cuando hubo terminado, se puso de pie, y empezó a correr hacia la Ciudad Celestial.”

Santidad

Ista es la primera recompensa del lugar secreto; por medio de la oración las gracias del Señor despiertan, y la santidad nos embarga. “La santidad”, dice Hewitson, “es un hábito de la mente-conservar al Señor continuamente ante nuestra vista, un caminar constante con Dios como alguien con quien coincidimos.” Y en el logro y el mantenimiento de una comunión ininterrumpida, “la oración es entre los deberes, lo que la fe es entre las gracias.” Richard Sibbes nos recuerda que “la oración pone en práctica todas las gracias del Espíritu”, y Flavel confirma la afirmación: “Has de esforzarte”, escribe, “de destacarte en esto, ya que no hay gracia interior ni servicio exterior que pueda prosperar sin ella”. Berridge afirma que “todas las declinaciones empiezan en la cámara; ningún corazón prospera sin mucha conversación secreta con Dios, y nada puede remplazarla si ésta falta.” Por otra parte, admite: “Nunca me he levantado de la oración secreta sin algún despertar. Aun cuando la comienzo con pesadez o reticencia, el Señor se agrada, en su misericordia, de encontrarse conmigo en ella.” De igual forma, Fraser de Brea declara: “Me encuentro a mí mismo mejor y peor a medida que yo declino y aumento en oración.”

Si hay obstáculos para la oración, aun cuando los obstáculos sean la devoción a otros deberes de la religión, la salud del alma se ve afectada. Henry Martyn lamenta en su diario que “la falta de lectura devocional y la brevedad de las oraciones privadas, por estar incesantemente trabajando en mis sermones, había producido mucha distancia entre Dios y mi alma.” La comunión con Dios es la condición del crecimiento espiritual. Es el suelo en que las gracias de la vida divina echan raíces. Si las virtudes fueran obra humana, podríamos perfeccionarlas una por una, pero son “el fruto del Espíritu”, y crecen juntas en nuestra vida común. Cuando Philip Saphir abrazó el cristianismo dijo: “He encontrado una religión para mi naturaleza entera.” La santidad es la perfección armoniosa, la “salud integral” del alma.

Mientras permanecemos en Cristo no hemos de desanimarnos por la aparente lentitud con que avanzamos en gracia. Por naturaleza, el crecimiento se efectúa a variadas velocidades. Sibbes compara la santificación progresiva de los creyentes con “el desarrollo de hierbas y árboles cuyas raíces crecen en el invierno, las hojas en el verano y la semilla en el otoño”. La primera de estas formas de desarrollo parece muy lenta, la segunda es más rápida; la tercera sucede a toda velocidad hasta alcanzar plena madurez. En unos pocos días a principio del otoño, el grano parece madurarse más que durante las semanas a mitad del verano.

 

Intimidad con Cristo

La comunión con Dios revela la excelencia de su carácter, y, al contemplarlo a él, el alma se transforma. Santidad es conformarse a Cristo, y esto se logra por medio de una intimidad creciente con él.

Resulta evidente que esta idea ofrece un vasto campo para la reflexión. Indicaremos sólo dos de los muchos aspectos en que se aplica.

 

(a) Primero, el hábito de orar produce una serenidad de espíritu. Según Bengel, somos “edificados hasta tener una conciencia integral de Dios.”

Cuando uno observa los ojos tranquilos del Señor sentado sobre el trono, los temblores del espíritu cesan. Faraón, el rey de Egipto, no es más que un ruido; y el valle de sombra de muerte entona cantos de alabanza. Las tormentas pueden rugir debajo de nuestros pies, pero el cielo encima nuestro es azul. Tomamos nuestro lugar con Cristo en los lugares celestiales; moramos en el día de reposo de Dios. “Aquí yazco”, dijo Thomas Halyburton cuando se aproximaba la hora de su muerte, “dolorido sin dolor, sin energía pero fuerte”. Le preguntaron burlonamente sus guardias a Seguier, un protestante francés sentenciado a muerte, cómo se sentía. Respondió: “Mi alma es como un jardín, lleno de protección y fuentes.” Hay poblaciones en Europa que serían casi insoportablemente calurosas en pleno verano si no fuera por los ríos que nacen de los campos de hielo de Suiza y dan un aire fresco y refrescante aún en el bochornoso mediodía. Y de la misma manera el río de agua de vida, que fluye de debajo del trono de Dios y del Cordero, alegran la ciudad de Dios. Jeremy Taylor dice: “La oración es la paz de nuestro espíritu, la quietud de nuestros pensamientos, la objetividad de nuestros recuerdos, el centro de nuestra meditación, el descanso de nuestras preocupaciones y la calma de nuestra tempestad.”39

(b) El que practica continuamente la oración debe aprender a gobernar su vida de acuerdo con la voluntad de Dios. Este efecto es producido con naturalidad por lo anterior, porque “toda energía noble, moral se basa en la calma moral.”

La oración es la confesión de nuestra dependencia como criaturas. Para el creyente es también el reconocimiento de que no se pertenece, sino que es, en razón de la gran expiación, es “posesión adquirida” del Hijo de Dios. Pío IV, al enterarse de la muerte de Calvino exclamó: “Ah, el poder de ese orgulloso hereje radicaba en esto: que las riquezas y el honor no significaban nada para él.” David Livingstone, encontrándose en el corazón de la más tenebrosa ;frica, escribió en su diario: “Mi Jesús, mi Rey, mi Vida, mi Todo, nuevamente dedico todo mi ser a ti.” Bengel hablaba en nombre de todos los hijos de fe cuando dijo: “Todo lo que soy y tengo, tanto en principio como en la práctica, se resume en esta sola expresión-‘Propiedad del Señor’. El que yo pertenezca totalmente a Cristo como mi Salvador es toda mi salvación y todo mi anhelo. No tengo otra gloria más que ésta, y no quiero ninguna otra.” Después, al acercarse la muerte, se pronunciaron estas palabras sobre él: “Señor Jesús, para ti vivo, para ti sufro, para ti muero. Tuyo soy en la muerte y en la vida; sálvame y bendíceme, oh Salvador, por siempre jamás. Amén.” Al escuchar las palabras “Tuyo soy”, puso su mano derecha sobre su corazón como muestra de su aprobación plena y firme. Y fue así que durmió en Jesús.

Tal es la actitud normal del alma redimida, una actitud que la oración reconoce y confirma.

Además, en la oración nos presentamos a nosotros mismos a Dios, sosteniendo nuestras motivaciones en la claridad de su luz, y estimándolas según el consejo de su voluntad. De esta manera, nuestros pensamientos y sentimientos se agrupan en clases (como en un proceso de lustrar o pulir); los que se levantan para honrar a Dios teniendo precedencia sobre los que se desvían para abajo hacia la gratificación del yo. Y, así, se preparan las grandes decisiones de la vida. En oración, Jacob se convirtió en Israel; en oración, Daniel vio el día de Cristo y se alegró; en oración, Saulo de Tarso recibió su comisión de “ir lejos” entre los gentiles; en oración el Hijo del Hombre logró su obediencia y abrazó su cruz. Pero no sucede siempre que los puntos cardinales de la vida se reconocen en el lugar y hora mismos de oración. Helmholtz, el reconocido físico, solía decir que los más grandes descubrimientos los hacía, no en el laboratorio, sino mientras caminaba, quizá por un camino rural, teniendo la mente perfectamente despejada. Pero sus descubrimientos meramente eran concebidos entonces; en realidad nacían luego en el laboratorio. Y ya sea en el lugar de oración o en otra parte que las grandes decisiones de la vida se forman, sin lugar a dudas, es en la hora silenciosa que se moldea el carácter y se determinan las carreras.

En su Autobiografía, George Mueller da un testimonio impresionante: “No recuerdo, en toda mi carrera cristiana, un período ya (en marzo de 1895) de sesenta y nueve años y cuatro meses, cuando haya SINCERA y PACIENTEMENTE buscado conocer la voluntad de Dios por medio de la enseñanza del Espíritu Santo, teniendo como instrumento la Palabra de Dios, y no haya sido guiado SIEMPRE correctamente. Pero cuando me faltaba honestidad de corazón y rectitud ante Dios, o si no esperaba pacientemente ante Dios hasta recibir sus instrucciones, o si prefería el consejo de mi prójimo a las declaraciones de la Palabra del Dios viviente, cometía graves errores.el consejo de mi prójimoeda las decPPaa

Cuando nos presentamos a nosotros mismos ante el Señor en oración, abrimos nuestro corazón al Espíritu Santo al someternos al impulso interior, y la energía divina guía nuestro ser. Nuestros planes, si los hemos trazado de acuerdo con los dictados de la naturaleza, son descartados, y el propósito de Dios con respecto a nuestra vida es aceptado. Así como somos nacidos del Espíritu, seamos controlados por el Espíritu: “Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el Espíritu.”

 

(c) Por medio de la aceptación de la voluntad de Dios para nosotros, somos guiados a tener una influencia más rica y a ser de más amplio provecho. Montalembert se quejó cierta vez con Lacordaire, “¡Qué poco es lo que el hombre puede hacer por sus prójimos! De todas su miserias ésta es la mayor.” Es cierto que poco podemos hacer los unos por los otros por medios humanos ordinarios, pero mucho puede hacerse por medio de la oración. “Muchas más cosas son el resultado de la oración de lo que el mundo se imagina.” La oración incorpora la omnipotencia divina a las situaciones de la vida. Pedimos, y recibimos; y nuestro gozo es completo.

Un erudito inglés nos ha dicho que los que más lo han ayudado no han sido los teólogos doctos ni los predicadores elocuentes, sino hombres y mujeres santos que caminaban con Dios y que revelaban inconscientemente la bondad sin adornos que el bendito Espíritu había obrado en ellos. Esos santos habían puesto sus ojos en Cristo hasta ser cambiados a su imagen; habían permanecido en el Monte de Dios hasta que el brillo de su gloria se reflejaba en ellos. La tradición afirma que Columbia, el misionero celta; Ruysbroek , el recluso de Grenendall; Juan Welsh de Ayr y muchos otros, proyectaban un suave y tenue resplandor cuando oraban. Tales leyendas, indudablemente, surgieron del recuerdo de vidas que habían sido transfiguradas.

Pero una vida cambiada no es el único don que Dios otorga a los que comparecen ante su presencia invisible. Cuando Moisés bajó del Monte, estaba transfigurado a los ojos de los hijos de Israel, pero cargaba también en sus manos las tablas del testimonio-las promesas de ese pacto, ordenado y seguro, que habían sido dadas a él para ellos. Su oración había salvado al pueblo elegido, y las tablas de la ley eran la señal. John Nelson, al escuchar a alguien comparar desfavorablemente a John Wesley con un reconocido predicador de la época, respondió: “Pero no se ha demorado en el Aposento Alto como lo ha hecho John Wesley.” Es este demorarse en el Aposento Alto lo que nos asegura ser dotado de poder. (Estos pensamientos nos llevan al tema del último capítulo.)

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