La vida de oración

“Mi Dios. Tu criatura responde a ti.”-Alfred de Musset

“La oración es la llave al cielo;
el Espíritu ayuda a la fe a hacer girar la llave.”-
Thomas Watson

Introducción

En una de las catedrales del norte de Europa una triada exquisita en alto relieve representa la vida de oración. Está organizada en tres paneles. El primero nos recuerda el precepto apostólico: “Orad sin cesar.” Representa el frente de un espacioso templo que se abre a la plaza del mercado. La inmensa plaza está llena de multitudes de hombres ansiosos, gesticulando, negociando-todos evidentemente concentrados en obtener ganancias. Pero Uno, que lleva un redondel de espinas en su sien y está arropado desde arriba hasta abajo en una prenda tejida sin costuras, camina silenciosamente entre el clamoroso gentío, y siembra un temor santo en el corazón aun más codicioso.

El segundo panel muestra los recintos del templo, y sirve para ilustrar la adoración común de la iglesia. Ministros de mantos blancos se apresuran de aquí y allá. Llevan aceite para la lámpara, agua para el lavabo y sangre del altar; con intenciones puras, sus ojos puestos en la gloria invisible, cumplen las obligaciones de su santo llamado.

El tercer panel nos presenta el santuario interior. Un adorador solitario ha entrado al otro lado del velo, y silenciosa y humildemente en la presencia de Dios, se inclina ante el Shekinah esplendoroso. Este cuadro representa la vida secreta de oración de la que el Maestro habló en términos familiares: “Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora a tu Padre que está en secreto; y tu Padre que ve en lo secreto te recompensará en público” (Mat. 6:6).

Nuestro Señor da por hecho que su pueblo orará. Y por cierto, en las Escrituras, la obligación externa de orar por lo general es algo que se implica en lugar de ser algo que se impone. Impulsada por un instinto divinamente implantado, nuestra naturaleza clama buscando a Dios, al Dios viviente. Y no importa lo apagado que pueda estar este instinto por el pecado, despierta con poder en la conciencia de la redención. Los teólogos de todas las corrientes de opinión, y los cristianos de todo tipo, coinciden en el reconocimiento de este principio de la nueva vida. Crisóstomo ha dicho: “El hombre justo no deja de orar hasta que deja de ser justo”, y Agustín: “El que poco ama, poco ora, y el que mucho ama, mucho ora”, y Richard Hooker: “La oración es lo primero con que empieza la vida recta, y lo último con que termina”, y Père la Combe, “El que tiene un corazón puro nunca dejará de orar, y el que está dispuesto a ser constante en la oración sabrá lo que es tener un corazón puro”, y Bunyan: “si no es usted una persona que ora, no es cristiano”, y Richard Baxter: “La oración es el aliento de la nueva criatura” y George Herbert: “La oración…la sangre del alma.”

 

La oración es trabajo arduo

Y no obstante, por más instintiva que sea nuestra dependencia de Dios, no hay deber que las Escrituras recalquen más que el deber de tener comunión continua con él. La razón principal de esta incesante insistencia es lo arduo que es orar. Por su naturaleza, es una empresa laboriosa, y en nuestro esfuerzo por mantener el espíritu de oración, somos llamados a luchar contra principados y los poderes de las tinieblas.

“Querido lector cristiano”, dice Jacob Boehme, “orar bien es trabajo intenso”. La oración es la energía más sublime de la cual es capaz del hombre.1 En un sentido es gloria y bendición; en otro, es trabajo y tribulación, batalla y agonía. Las manos levantadas comienzan a temblar mucho antes de que la batalla es ganada, los nervios en tensión y la respiración jadeante proclaman el agotamiento del “siervo celestial”. El peso sobre el corazón adolorido llena el rostro de angustia, aun cuando el aire de la medianoche sea fresco. La oración es el alma terrenal elevándose al cielo, la entrada del espíritu purificado al lugar santísimo; el rasgado del velo luminoso que resguarda, como detrás de cortinas, la gloria de Dios. Es la visión de las cosas no vistas; el reconocimiento de la mente del Espíritu; el esfuerzo por formar palabras que el hombre no puede pronunciar. El hombre que realmente ora una oración,” dice Bunyan, “ya no podrá, después de eso, expresar con su boca o su pluma los indescriptibles anhelos, sensaciones, amor y esperanzas dirigidos a Dios en esa oración.” Los santos de la iglesia judía tenían una energía admirable en su oración intercesora: “Golpeando las puertas del cielo con tormentas de oraciones,” tomaban el reino del cielo con violencia. Los primeros cristianos comprobaron en el desierto, en el calabozo, en el estadio y en la hoguera la verdad de las palabras de su Señor. “Pedid, y se os dará.” Sus almas ascendieron a Dios en súplica, mientras las llamas del altar se alzaban hacia el cielo. Los talmudistas afirman que en la vida cuatro cosas requieren fortitud, siendo la oración una de ellas. Alguien que vio a Tersteegen en Kronenberg comentó: “Me pareció que había ascendido derecho al cielo, y que se había perdido en Dios; pero muchas veces cuando había acabado de orar estaba blanco como la pared.” David Brainerd nota que en cierta ocasión, cuando su alma se había “ensanchado inmensamente” en su súplica, tenía “tanta angustia, y rogaba con tanta intensidad e impertinencia” que cuando se levantó de sus rodillas se sintió “extremadamente débil y abrumado.” “Casi no podía caminar derecho”, sigue diciendo, “tenía las coyunturas flojas, me corría el sudor por el rostro y el cuerpo, y parecía como si la naturaleza se disolvería”. Un escritor contemporáneo nos hace recordar a John Foster, quien solía pasar largas noches en su capilla, absorto en ejercicios espirituales, caminando de arriba para abajo por la intranquilidad de su espíritu, hasta que sus inquietos pies habían hecho huellas en el piso.2

Podríamos mencionar fácilmente múltiples ejemplos, pero no necesitamos ir más que a las Escrituras para encontrar ya sean preceptos o ejemplos que nos impresionen por lo ardua que es la oración que prevalece. ¿Acaso la súplica del salmista: “Avívame en tu camino…vivifícame en tu justicia…vivifícame conforme a tu misericordia…vivifícame conforme a tu juicio…vivifícame, Oh Señor, por amor de tu nombre”; y la queja del profeta evangélico: “Nadie hay que invoque tu nombre, que despierte para apoyarse en ti” no encuentran eco en nuestra experiencia? ¿sabemos lo que es “trabajar,” “luchar” “agonizar” en oración?3

Otra explicación de lo arduo de la oración radica en el hecho de que tenemos impedimentos espirituales: hay “el ruido de arqueros en los lugares para sacar agua”. San Pablo nos asegura que tendremos que mantener nuestra energía de oración “contra gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes”. El Dr. Andrew Bonar solía decir que si como el rey de Siria ordenaba a sus capitanes que no lucharan contra pequeños ni grandes, sino sólo contra el rey de Israel, el príncipe de los poderes del aire parece concentrar toda la fuerza de su ataque contra el espíritu de oración. Si puede ser victorioso allí, ha tenido su día de victoria.

A veces percibimos un impulso satánico dirigido directamente contra la vida de oración en nuestra alma. A veces somos llevados a experiencias de “sequedad” y de desiertos, y el rostro de Dios se oscurece sobre nosotros. A veces, cuando más nos esforzamos para sujetar todo pensamiento e imaginación a ser obediente a Cristo, pareciera que nos entregamos al desorden y a la inquietud. A veces la indolencia innata de nuestra naturaleza deja que el maligno la haga un instrumento con el cual puede apartar nuestra mente del ejercicio de la oración. Por lo tanto, debido a todas estas cosas, hemos de ser diligentes y resueltos, estando alertas como un guardia que recuerda que la vida de los hombres dependen de su estado de vigilia, de su inventiva y valentía.4 “Y a lo que vosotros digo”, dijo el Señor a sus discípulos, “a todos lo digo: Velad.”

 

Debemos mantenernos en guardia

Existen ocasiones cuando aun los soldados de Cristo descuidan lo que se les ha confiado y ya no velan con cuidado el don de la oración. Si algún lector que lee estas páginas nota pérdida de poder en la intercesión, falta de gozo en la comunicación, dureza e impenitencia en la confesión atienda esta advertencia: “Recuerda, por tanto, de dónde has caído, y arrepiéntete, y haz las primeras obras.”5

“Oh, estrellas del cielo que pierden su brillo y flamean,
¡Oh, olas que susurran abajo!
¡Era tierra, o cielo o yo igual un año, un año atrás!
Las estrellas siguen morando en el cielo,
Las olas siguen sus embates de siempre;
El amor que yo una vez tenía se ha perdido
desde un año, un año atrás.”6

El único remedio para esta falta de ganas es que debemos “volver a encender nuestro amor”, como escribiera Policarpo a la iglesia de Éfeso, “en la sangre de Dios.” Pidamos un nuevo don del Espíritu Santo para sacudir nuestro corazón perezoso, una nueva indicación de la caridad de Dios. El Espíritu nos ayudará a superar nuestras debilidades, y la misma compasión del Hijo de Dios se derramará sobre nosotros, arropándonos de fervor, agitando nuestro amor hasta transformarlo en una vehemente llama, y llenando de cielo nuestra alma.

El hombre debe “orar siempre”-aunque desmayar espiritualmente le sigue a la oración como una sombra-“y no desmayar.” El terreno en que la oración de fe echa raíz es una vida de comunión constante con Dios, una vida en que las ventanas del alma siempre están abiertas hacia la Ciudad de Descanso. No conocemos el verdadero poder de la oración hasta que nuestro corazón está tan firmemente cerca de Dios que nuestros pensamientos se vuelven a él, como por un instinto divino, cuando se encuentra libre de las preocupaciones por las cosas terrenales. Se dice acerca de Origen (en sus propias palabras) que su vida era “un suplicar sin cesar”. Por este medio por sobre todos los demás se cumple el ideal perfecto de la vida cristiana. La comunión entre el creyente y su Señor nunca debería interrumpirse.7

La oración es continua

“La visión de Dios,” dice el Obispo Westcott, “hace que la vida sea una oración continua.” Y en esa visión todas las cosas fugaces se resuelven solas, y se ven en relación con las cosas que no se ven. En un sentido amplio de la palabra, la oración es la suma de todo el servicio que le rendimos a Dios,8 de modo que el cumplimiento del deber es, en un sentido, la realización de un servicio divino, y el dicho conocido, “Obrar es adorar” se justifica. “Mas yo oraba”, dijo un salmista (Sal. 109:4). “En toda oración y ruego, con acción de gracias”, dijo un Apóstol.

En el Antiguo Testamento se describe con frecuencia la vida saturada de oración como un caminar con Dios. Enoc caminó en seguridad, Abraham en perfección, Elías en fidelidad. Los hijos de Leví en paz y equidad. O se le llama un morar con Dios, como cuando Josué no se iba del tabernáculo, o como ciertos artesanos en la antigüedad vivían con el rey al trabajar para él. También se le define como un ascender del alma a la Presencia Sagrada; como los planetas “contemplando cara a cara”, suben a la luz del rostro del sol, o como una flor, llena de belleza y fragancia, se extiende hacia arriba hacia la luz. Otras veces, se dice que la oración es concentrar todas las facultades en un ardor de reverencia y amor y alabanza. Así como una nota musical puede lograr la armonía entre varias voces mutuamente discordantes, los impulsos reinantes de la naturaleza espiritual unen al corazón para que tema el nombre del Señor.

Pero la descripción más conocida, y quizá la más impresionante de la oración en el Antiguo Testamento se encuentra en los numerosos pasajes en que la vida de comunión con Dios se describe como un esperar en él. Un gran erudito ha dado una definición hermosa de esperar en Dios: “Esperar no es meramente permanecer impasible. Es esperar-esperar con paciencia y también con sumisión. Es anhelar, pero no impacientemente; es querer, pero no preocuparse por la demora; estar a la expectativa, pero sin inquietarse; es sentir que si no llega cederemos, y aun así negarnos a dejar que la mente piense en ceder al pensamiento de que él no vendrá.”9

Ahora bien, nadie diga que una vida así es visionaria e infructuosa. El verdadero mundo no es este velo de los sentidos que nos cubre; la realidad pertenece a aquellas cosas celestiales de las cuales lo terrenal es meramente “copia” y similitud. ¿Quién es tan práctico como Dios? ¿Quién, entre los hombre, ha dirigido tan sabiamente sus esfuerzos en las circunstancias y las ocasiones que ha sido llamado a enfrentar, como lo ha hecho “el Hijo del Hombre que está en el cielo”? “Los que oran bien, trabajan bien. Los que oran más, obtienen los más grandes resultados.”10 Usando la frase impresionante de Tauler: “En Dios, no hay obstáculos.”

 

Orar en toda ocasión

Cultivar el hábito de orar asegura su expresión en todas las ocasiones apropiadas.

En tiempos de necesidad, por empezar; casi todos oraran. Moisés estaba de pie en las riberas del Mar Rojo, viendo el pánico de los hijos de Israel cuando se dieron cuenta que los alcanzaban las carrozas de Faraón. “¿Por qué clamas a mí?” dijo el Señor. Nehemías se encontraba en la presencia del Rey Artajerjes. El monarca notó su dolor interior, y dijo: “¿Por qué está riste tu rostro? pues no estás enfermo. No es esto sino quebranto de corazón.” Esa pregunta le dio oportunidad para admitir la respuesta de tres meses de oración; y expresó en una ferviente exclamación el intenso anhelo que había subido a Dios en esos lentos meses: “Entonces oré al Dios de los cielos.”

Además, aquel que vive su vida en comunión con Dios buscará y encontrará constantemente oportunidades para acercarse velozmente y con recurrente frecuencia al trono de gracia. Los apóstoles someten todo deber a la cruz; al nombre de Jesús sus almas fieles se remontan hacia el cielo en adoración y en alabanza. Los primeros cristianos nunca se reunían sin invocar una bendición, y nunca se separaban sin una oración. Los santos de la Edad Media dejaban que cada incidente pasajero los llamara a la oración intercesora-la sombra en el dial, las campanas de la iglesia, el vuelo del gorrión, el amanecer, la caída de una hoja. El pacto que Sir Thomas Browne hizo consigo mismo es bien conocido, pero nos aventuramos a referirnos a él una vez más: “Orar en todos los lugares que la quietud invite, en cualquier casa, camino o calle; y que no haya calle en esta ciudad que no haya sido testigo de que no he olvidado en ella a Dios y a mi Salvador; y que no haya parroquia o pueblo en que he estado del cual pueda decir lo mismo. Tomarme un momento para orar al ver una iglesia o al pasar por una. Orar diariamente, y particularmente por mis pacientes enfermos, y por todos los enfermos que estén al cuidado de quien sea. Y a la entrada de la casa del enfermo decir: “La paz y la misericordia de Dios sea sobre esta casa.” Después de un sermón elevar una oración y un deseo de bendición, y orar por el pastor.” Y mucho más similar a esto.

Lo repito, el que vive en espíritu de oración pasará mucho tiempo en comunión a solas e íntima con Dios. Es por tal dedicación consciente a la oración que se alimentan las frescas vertientes de devoción que fluyen a lo largo del día. Porque, aunque la comunión con Dios es la vida--energía de la naturaleza renovada, nuestra alma se “aferra al polvo”, y la devoción tiende a convertirse en una formalidad-se vacía a sí misma de su contenido espiritual, y se exhausta en obras externas. El Señor nos recuerda este grave peligro, y nos informa que la verdadera defensa contra la falta de sinceridad al acercarnos a Dios está en el ejercicio diligente de la oración privada.11

En la época del Commonwealth, uno de los primeros cuáqueros, “un siervo del Señor, pero exteriormente un extraño”, entró en la asamblea de personas serias que se habían reunido para adorar a Dios. “Y después de un rato en que había esperado en el Señor en espíritu, tuvo la oportunidad de hablar; los demás estando en silencio, dijo a modo de exhortación: ‘Velad en guardia para el Señor.’ Estas palabras, dichas en el poder de Dios, tuvieron su efecto en casi todos los presentes, de modo que sintieron una gran ansiedad y temor en sus espíritus. Después de un breve lapso, volvió a hablar diciendo: ‘Lo que les digo, se los digo a todos: Velad.’ Volvió a guardar silencio por un momento, pero toda la congregación, sintiendo que este hombre estaba bajo algún poder y espíritu extraordinario, se preguntaba qué clase de enseñanza era ésta, ya que era una voz que la mayoría de los oyentes nunca habían oído antes, que proyectaba una autoridad tan grande que todos tuvieron que someterse a su poder.”12

Soldado de Cristo, está usted en territorio enemigo: “Velad para el Señor.”

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