La dirección de la mente

“Debes dedicarte a orar, a fin de poder entregarte enteramente a las manos de Dios, con resignación perfecta, realizando un acto de fe,… y procurando durante un día entero, un año entero y tu vida entera continuar con aquel primer acto de contemplación, por fe y amor.” -Molinos.

“Satanás ataca la raíz de la fe o la raíz de la diligencia.”
-
John Livingstone.

“En resumen: recuerda siempre la presencia de Dios; gózate siempre en la voluntad de Dios; y haz todo para la gloria de Dios.” -Arzobispo Leighton.

En Essex, en el año 1550, un grupo de creyentes que había aceptado la Palabra de Dios como su única regla de fe y práctica, y que, por lo tanto, difería en ciertos particulares con el partido dominante de la iglesia, se reunieron para conversar sobre el orden del culto. El punto principal en el debate se relacionaba con la actitud que uno debe tener al orar-si era mejor hacerlo de pie o de rodillas, tener la cabeza cubierta o descubierta. La decisión a la que llegaron fue que la verdadera cuestión era no la postura del cuerpo, sino la dirección de la mente. Coincidieron en que la actitud más correcta es la que expresa los anhelos y los sentimientos del alma.

Las palabras de nuestro Señor en Mateo 6:6 indican claramente la actitud apropiada del espíritu al acercarnos a Dios.

1. Tener conciencia de la presencia de Dios

En primer lugar, es necesario que tengamos conciencia de la presencia de Dios.23 Aquel que llena la tierra y el cielo “está”, en un sentido único e impresionante, en el lugar secreto. Así como la energía eléctrica difusa en la atmósfera se concentra en el relámpago, de la misma manera la presencia de Dios es vívida y poderosa en la cámara de oración. El obispo Jeremy Taylor refuerza esta regla con palabras majestuosas y abundantes: “Al iniciar acciones de la religión, sea éste un acto de adoración; es decir, adore solemnemente a Dios, y colóquese ante la presencia de Dios, y contémplelo con el ojo de la fe; y deje que sus anhelos se centren en él como el objeto de su adoración, y la razón de su esperanza y la fuente de sus bendiciones. Porque cuando se ha colocado usted ante él, arrodillándose en su presencia, lo más probable es que las partes que siguen en su devoción coincidirán con la sabiduría de tal percepción y la gloria de tal presencia.”

Nuestro Padre “está” en el lugar secreto. Entonces lo encontraremos en el interior de un espíritu “concentrado”, en la quietud de un corazón unido para temer su nombre. el rocío cae más copiosamente de noche cuando no hay viento. Las grandes mareas suben “llenas de estrépito o espuma”. El suplicante que ora con una verdadera dirección de espíritu, “Padre nuestro que estás en los cielos” con frecuencia es levantado al cielo aun antes de percibirlo. Pero, ¡oh, qué poco común es!” exclama Fenelón, “¡Qué poco común es encontrar un alma lo suficientemente quieta como para oír hablar a Dios!” Tantos de nosotros tenemos oídos mal entrenados. somos como los cazadores indios que menciona Whittier, que pueden oír una ramita que se quiebra a gran distancia en el oscuro bosque, pero no oyen el tronar de las cataratas Niágara que tienen a pocos pasos. El hermano Lawrence, quien vivió para practicar la presencia de Dios, dice esto: “En cuanto a mis horas fijas de oración, son sólo una continuación del mismo ejercicio. A veces me considero como una roca ante el escultor, de la cual hará una estatua; presentándome ante Dios anhelo que forme en mi alma su imagen perfecta, y me haga totalmente como él. Otras veces, cuando me dedico a la oración, siento que mi espíritu y toda mi alma se levanta sin ningún intento o esfuerzo de mi parte, y continúa como si estuviera suspendido y firmemente concentrado en Dios, como si estuviera en su centro y lugar de descanso.”

Tener conciencia de la presencia divina es la condición inflexible del compromiso espiritual correcto en el ejercicio de la oración privada.

John Spilsbury de Bromgrove, quien fue puesto en la cárcel de Worcester por testificar de Cristo, dio este testimonio: “De aquí en adelante no le tendré miedo a la prisión como antes, porque tuve tanto de la compañía de mi Padre celestial que resultó ser un palacio para mí.” Otro, siendo un caso similar, testificó: “Pensé en Jesús hasta que cada piedra en mi celda brillaba como un rubí.” Y para nosotros también, en nuestra medida, la gris habitación en que hablamos con Dios, como un hombre habla con su amigo, brillará a veces como un zafiro o una sardónice, y nos será como la hendidura de la roca en Sinaí, a través de la cual se desplazaba la gloria no creada, hasta que el profeta quedó encandilado, y su rostro brillaba como una llama

Nuestra conciencia de la presencia de Dios puede, por lo tanto, estar acompañada de poco o nada de emoción. Nuestro espíritu puede estar como muerto bajo la mano de Dios. La visión y el éxtasis también pueden ser retirados. Pero no por ello hemos de descuidar la oración. En lugar de dejar de orar en esos momentos, hemos de redoblar nuestras energías. Y podría ser que la oración que asciende a Dios a través de la oscuridad nos traiga una bendición tal como no hemos recibido ni en nuestras mejores horas. La oración que brota de “la tierra del olvido”, “del lugar de la tinieblas”, “del vientre del infierno”, bien podría devolvernos un beneficio abundante y glorioso.

A la vez, hay épocas especialmente privilegiadas cuando los vientos de Dios se desatan alrededor del trono de la gracia, y el aliento de la primavera se comienza a percibir en los jardines del Rey. Los predicadores escoceses solían hablar mucho acerca de obtener acceso. Y se cuenta acerca de Robert Bruce que cierta mañana, cuando se presentaron ante él dos visitantes, les dijo: “Deben retirarse y dejarme por un rato. Pensé anoche cuando me acosté que contaba con una buena medida de la presencia del Señor, pero ahora he luchado por una hora o dos, y todavía no he obtenido acceso.” Es posible que en su soledad había una subjetividad desmedida, no obstante, la sinceridad de su anhelo es ciertamente digno de elogio. ¿De qué vale morar en Jerusalén si no podemos ver el rostro del Rey? Y cuando sale de sus habitaciones reales y se acerca acompañado de bendiciones, ¿hemos acaso de abstenernos de rendirle culto y ofrecerle nuestro servicio? Jonathan Edwards tomó la resolución de que sea cuando fuere que se encontraba “con buena disposición para la contemplación divina”, no dejaría que ni siquiera la hora de comer al mediodía interrumpiera su compromiso con su Señor. “Renuncio a mi comida”, dijo, “antes que romper mi compromiso.” Cuando el fuego de Dios brilló sobre el Monte Carmelo, fue Acab el que descendió para comer y beber: fue Elías el que subió para orar (1 Reyes 18).

 

2. Honestidad en la oración

Una vez más, Aquel que “está” en el lugar secreto “ve” en secreto, y nos conviene ser honestos en nuestros tratos al arrodillarnos ante su presencia inmaculada.

Al dirigirnos a Dios nos gusta hablar de él como nos parece que debemos de hablar, y hay ocasiones en que nuestras palabras son más rápidas que nuestros sentimientos. Pero es mejor que seamos totalmente francos ante él. Él nos permite decir cualquier cosa que querramos, siempre y cuando se la digamos a él. “Diré a Dios: roca mía” exclama el salmista, “¿por qué te has olvidado de mí?” (Sal. 42:9). Si hubiera dicho: “Señor, tú no puedes olvidar: Tú has inscrito tu nombre en las palmas de tus manos”, hubiera sido un hablar más digno, pero menos cierto. En cierta ocasión Jeremías no comprendió a Dios para nada. Clamó, como con enojo: “Me sedujiste, oh Jehová, y fui seducido; más fuerte fuiste que yo, y me venciste” (Jer. 20:7). Estas son palabras terribles para pronunciar delante de Aquel que es la verdad que no cambia. Pero el profeta dijo lo que sentía, y el Señor no sólo lo perdonó, sino que se encontró con él allí y lo bendijo.

Es posible que alguno que lea estas palabras tenga una queja contra Dios. Entre su alma y la gracia divina hay una controversia vigente desde hace mucho tiempo. Si fuera a decir la palabra que tiembla en sus labios, diría: “¿Por qué me has tratado de esta manera?” Entonces, atrévase a decir, con reverencia y valentía, todo lo que siente en su corazón. “Alegad por vuestra causa, dice Jehová; presentad vuestras pruebas, dice el Rey de Jacob” (Isa. 41.21). Lleve su queja a la luz de su rostro, presente su queja allí. Luego escuche su respuesta. Porque, con seguridad, con benignidad y verdad, se exonerará del cargo de crueldad que le imputa. Y en su luz verá usted luz. Pero, recuerde que este es un asunto privado entre usted y su Señor, y usted no debe difamarlo ante nadie. “Si dijera yo: Hablaré como ellos, he aquí, a la generación de tus hijos engañaría” (Sal. 73:15). John Livingstone de Ancrum, en un día de tinieblas, tomó una resolución por demás excelente: “Encontrándome, a mi entender, abandonado y sin que mi caso en particular fuera atendido, le hice una promesa a Dios de no contárselo a nadie más que a él, para no quejarme ni fomentar la incredulidad en mí mismo y en otros.”

Pero hay otro aspecto en el que debe haber honestidad en la oración. Sin duda ha habido momentos en la vida de cada uno de nosotros, cuando el Espíritu de Dios nos ha aumentado nuestro amor y anhelo de él. Nuestras oraciones se remontaban por distancias celestiales, y se aprestaban a cerrar sus alas ante el trono cuando, de pronto, vino a mente un deber no cumplido, un capricho dañino tolerado, algún pecado del cual no nos hemos arrepentido. Era con el fin de que renunciemos a lo que es malo y sigamos lo que es bueno, que el Espíritu Santo nos dio con tanta abundancia su ayuda en nuestra oración.24 Su propósito fue que en la hora buena de su visitación, nosotros pudiéramos purificarnos de toda mancha, a fin de que en adelante pudiéramos vivir como su “posesión adquirida”. Y quizá, en un caso así, hemos despreciado la luz y nos hemos vuelto atrás en nuestro anhelo de Dios. Entonces las tinieblas se derramaron sobre nuestro rostro; el Consolador divino, que “llevó nuestras enfermedades”, habiendo sido entristecido, se retiró. Y a esa hora, probablemente, podemos adjudicar nuestra actual debilidad en el ejercicio santo de la oración. “si en mi corazón hubiese yo mirado a la iniquidad, el Señor no me habría escuchado” (Sal. 66:18). “El que aparta su oído para no oir la ley, su oración también es abominable” (Prov. 28:9). “Pero vuestras iniquidades han hecho división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar de vosotros su rostro para no oir” (Isa. 59:2). “Cuando extendáis vuestras manos, yo esconderé de vosotros mis ojos; asimismo cuando multipliquéis la oración, yo no oiré” (Isa. 1:15). En la telegrafía inalámbrica, si el receptor no está sintonizado al transmisor, no puede haber comunicación. En la verdadera oración, Dios y el suplicante tienen que estar “sintonizados”. Cavalier, líder hugonote que había vivido durante años disfrutando de una comunión sin interrupción con Dios, engañado por la vanidad, renunció a la causa a la cual había dedicado su vida. Finalmente, vino a Inglaterra y se sumó a las filas del ejército británico. Cuando fue presentado a la Reina Ana, ella preguntó: “¿Le visita Dios ahora señor Cavalier?” El joven militar inclinó la cabeza y guardó silencio. Christmas Evans nos cuenta de una eclipse de fe que experimentó. Éste fue seguido por un período de falta de poder y decadencia. Pero el Señor lo visitó en su misericordia “Lázaro había estado muerto cuatro días cuando Jesús llegó.” Inmediatamente empezó a rogar que le fueran restaurados el fervor y la alegría de años anteriores. “En la montaña de Caerphilly”, contó, “el espíritu de oración cayó sobre mí como lo había hecho en el pasado en Anglesea. Lloré y rogué, y me entregué a Cristo. Lloré por largo tiempo y rogué a Jesucristo, y mi corazón derramó todos sus peticiones ante él en la montaña.” Esto fue seguido por un período de maravillosas bendiciones.

Por otro lado, “Si nuestro corazón no nos reprende, confianza tenemos en Dios; y cualquiera cosa que pidiéramos la recibiremos de él, porque guardamos sus mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables delante de él” (1 Juan 3:21-22).

Los escritores devocionales de la Edad Media acostumbraban distinguir entre “una intención pura” y “una intención correcta.” La primera, decían, era el fruto de la santificación; la última era la condición de la santificación. La primera implicaba una voluntad entrenada y disciplinada, la última una voluntad rendida humildemente a los pies del Señor. Ahora bien, lo que Dios requiere de los que buscan su rostro es “una intención correcta”-una aceptación deliberada, resignada, gozosa, de su voluntad buena y perfecta. Toda oración verdadera tiene que basarse en la gran expiación, en la que el Hombre de Dolores convirtió en “pasión activa” la súplica de su agonía: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Mat. 26:39). Él nos ha transmitido su propia oración: la ofrecemos en el poder de su sacrificio. “Cuando oréis, decid: Padre nuestro…hágase tu voluntad” (Lucas 11:2).

 

3. Fe

Una vez más, es necesario que cuando nos acerquemos a Dios lo hagamos con fe. “Orad a vuestro Padre.” “Cuando oréis, decid: Padre nuestro.” “No temáis, manada pequeña, porque a vuestro Padre le ha placido daros el reino” (Lucas12:32). “Vuestro Padre sabe de qué cosas tenéis necesidad” (Mat. 6:8). “El Padre mismo os ama” (Juan 16:27). Toda la filosofía de la oración está contenida en palabras como éstas: “Esta palabra ‘Padre’”, escribe Lutero, “ha sobrepasado a Dios.”

(a) Admitamos ante todo que con Dios, ningún milagro es imposible. Reconozcamos que él es galardonador de aquellos que lo buscan diligentemente, ninguna oración verdadera quedará sin bendición. Pero la fe en Dios no es de ninguna manera algo liviano o trivial. Robert Bruce de Edinburgo a veces hacía una pausa en su predicación e, inclinándose sobre el púlpito, decía con mucha solemnidad: “Creo que es un asunto importante creer que hay un Dios.” Cierta vez confesó que durante tres años nunca había dicho: “Dios mío”, sin sentirse “desafiado e intranquilo por haberlo dicho.” “Estas palabras, ‘Dios mío,’” dijo Ebenezer Erskine, “son la médula del evangelio.” Poder tener al Dios viviente dentro de nuestras débiles manos, y decir con seguridad: “Nos bendecirá Dios, el Dios nuestro” (Sal. 67:6), requiere una fe que no nace de la naturaleza.

Pero reconforta recordar que aun una fe débil prevalece a fin de vencer. “¿No es una maravilla”, dice Robert Blair, “que nuestras palabras en oración, que casi mueren al salir de nuestra boca, se eleven tanto que llegan al cielo?” Sí, es una maravilla, pero todos los actos de Dios por su gracia son maravillosos. Al igual que el minero, cuyos ojos están entrenados para detectar el brillo del metal precioso sembrado en escasos copos en la tosca superficie de las rocas, el Señor observa la escasa, pero costosa fe incrustada en nuestra incredulidad. De pie en la ladera de aquel buen Monte Hermón, nuestro Señor dijo a sus discípulos: “Si tuviereis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: Pásate de aquí allá, y se pasará; y nada os será imposible” (Mat. 17:20). El monte que la palabra de fe levantaría y botaría al mar era la masa inmedible que llena el horizonte al norte de Palestina, cuyas raíces se desplazan por toda la tierra de Emanuel, cuyo rocío refresca la ciudad de Dios.

“La fe, poderosa fe, la promesa ve, y fija sólo en ella su mirada;

Se ríe de las imposibilidades y exclama: Será hecho.”

Cuando los peregrinos (en El progreso del peregrino de Bunyan) llegaron a las Montañas Deleitables, los pastores les mostraron un hombre de pie sobre los Montes de las Delicias quien “llenaba los collados de palabras.” Aquel hombre era el hijo del Sr. Gran Gracia, el campeón del Rey, y se encontraba allí para “enseñar a los peregrinos a orar hasta recibir bendición y, con fe, quitar de sus caminos las dificultades que encontraban.”

(b) Pero este Dios nuestro es nuestro Padre. El Señor nos confiere sus propios derechos y privilegios. Pone en nuestra mano la llave maestra que abre las puertas de los tesoros de Dios. “Porque todas las promesas de Dios son en él Sí, y en él Amén, por medio de nosotros, para la gloria de Dios” (2 Corintios 1:20). En él nos acercamos a Dios. En él presentamos nuestros ruegos con audacia. Ralph Erskine nos dice que, cierta noche de domingo, tuvo una libertad inusual en la oración por medio del nombre del Señor Jesús: “Recibí ayuda para orar en secreto en un derramar de mi alma ante el Señor, reconociendo mi derecho a la promesa, mi derecho al perdón, mi derecho a la gracia, mi derecho al pan diario, mi derecho a una vida confortable, mi derecho a una muerte sin dolor, mi derecho a una resurrección gloriosa y mi derecho a la vida eterna y felicidad: estar sólo, sólo en Cristo y en Dios por medio de él como un Dios que promete.”

Cuando oramos a nuestro Padre ofrecemos nuestras oraciones en el nombre de Jesús por su autoridad. Pero no debemos pensar que podemos usar el nombre de Jesús como nos plazca. No sería sabio que Dios tratara con sus hijos como Asuero trató a Mardoqueo cuando le dio la autorización de usar su sello, diciéndole: “Escribid, pues,... como bien os pareciere, en nombre del rey, y selladlo con el anillo del rey; porque un edicto que se escribe en nombre del rey, y se sella con el anillo del rey, no puede ser revocado” (Ester 8:8). Juan Bunyan muestra su acostumbrado discernimiento espiritual cuando en su obra Guerra Santa, habla de las peticiones que los hombres de “Alma del hombre” enviaron a Emanuel, a las cuales no dio ninguna respuesta. Después de un tiempo “acordaron juntos preparar otra petición, y enviársela a Emanuel para obtener su ayuda. Pero el Sr. Temor-santo se puso de pie y respondió que él sabía que su Señor, el Príncipe, nunca había recibido ni habría de recibir una petición sobre estas cuestiones firmadas por nadie excepto por el Señor Secretario. ‘Y esto,’ afirmó él, ‘es la razón por la cual no habéis prevalecido todo este tiempo.’ entonces dijeron que prepararían una y le pedirían la firma al Señor Secretario. Pero el Sr. Temor-santo volvió a contestar que él también sabía que el Señor Secretario no firmaría ninguna petición que él mismo no hubiera ayudado a redactar.”25

La oración de fe es un término medio entre la intercesión del Espíritu Santo y la intercesión de Cristo.26 Es el medio divinamente determinado por el cual los gemidos indecibles del Espíritu que mora en su pueblo como en un templo, son comunicados y puestos en manos del Mediador exaltado, quien vive “siempre para interceder por” nosotros. Y es así como de una manera peculiar y especial, los que mencionan al Señor reciben la gracia de ser colaboradores juntamente con Dios.

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