El equipo

“Dios viene a mí en las horas de silencio,
como el rocío matinal a las flores de verano.” -Mechthild von Magdeburg.

“Nunca nos irá bien del todo hasta que convirtamos el universo en un recinto de oración, y sigamos en el Espíritu al ir de un lugar a otro.” -G. Bowen

“Mas tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cerrada la puerta, ora.”

“De este tipo de oración”, dice Walter Hilton de Thurgarton, “habla nuestro Señor en un cuadro, a saber: ‘Y el fuego encendido sobre el altar no se apagará, sino que el sacerdote pondrá en él leña cada mañana... no se apagará.’ Es decir, el fuego del amor siempre estará encendido en el alma de un hombre o mujer devoto y limpio, el cual es el altar de Dios. Y el sacerdote cada mañana debe agregarle madera, y alimentar el fuego; es decir, este hombre por medio de salmos santos, pensamientos puros y un anhelo ferviente, debe alimentar el fuego del amor en su corazón a fin de que en ningún momento se apague.”13

El equipo para la vida interior de oración es sencillo, aunque no siempre es fácil de conseguir. Consiste particularmente de un lugar quieto, una hora quieta, y un corazón quieto.

1. Un lugar quieto

En lo que respecta a muchos de nosotros, el primero de estos, un lugar quieto, nos es accesible. Pero hay decenas de miles de nuestros hermanos creyentes para quienes es generalmente imposible retirarse a la soledad deseada del lugar secreto. La madre de familia en un inquilinato, el aprendiz en un alojamiento público, el labrador en su vivienda, el soldado en su barraca, el muchacho interno en una escuela, estos y muchos más quizá no puedan siempre valerse de un lugar de quietud. Pero, “vuestro Padre sabe.” Y es confortador reflexionar en que el propio Príncipe de los peregrinos compartió la experiencia de estos. En la cabaña del carpintero en Nazaret había, según parece, nueve personas que vivían bajo un mismo techo. Estaba el Niño Santo, María su madre y José. También estaban los “hermanos”-cuatro de ellos-y por lo menos dos “hermanas.” La cabaña consistía, supongamos, principalmente de una sala, el taller y una habitación interior-una alacena en que se guardaban las provisiones del día, los utensilios de cocina, la leña, etc. Ese rincón oscuro tenía una traba del lado de adentro, colocada, quizá, por el Hijo del carpintero porque ese recinto oscuro era su oratorio, no menos sagrado que el altar rodeado de la nube de la Presencia en el Templo.14

Después, cuando nuestro Señor comenzó su ministerio público, hubo ocasiones cuando le resultaba difícil tener el privilegio de la soledad. Era recibido frecuentemente por quienes le demostraban una cortesía mínima, y no le daban un lugar donde retirarse. Cuando su espíritu anhelaba comunión con su Padre, enfilaba sus pasos hacia los escarpados montes-“Las montañas frías y el aire de la medianoche fueron testigos del fervor de su oración.”

Y cuando, hombre sin casa, subía a Jerusalén para las fiestas, era su costumbre “valerse” del huerto de olivos de Getsemaní. Bajo las cargadas ramas de algún nudoso árbol que ya era viejo cuando Isaías era joven, nuestro Señor con frecuencia habrá durado, en la suave noche de verano, más que las estrellas.

Cualquier lugar puede ser un oratorio, siempre y cuando uno pueda encontrar aislamiento en él. Isaac iba a los campos para meditar. Jacob se demoró en la ribera oriental del Río Jaboc, después de que toda su compañía lo había cruzado; allí luchó con el Ángel y prevaleció. Moisés, escondido en las hendiduras de Horeb, observó la gloria que iba desapareciendo, indicando el camino por donde Jehová se había ido. Elías envió a Acab a comer y beber, mientras él mismo se retiró a la cima del Monte Carmelo. Daniel pasó semanas en un éxtasis de intercesión en las riberas de Hidekel, que otrora había dado agua al Paraíso.

Y Pablo, sin duda a fin de tener una oportunidad de meditar y orar sin interrupciones, “queriendo ir por tierra” fue de Troas a Asón.

Y si no mejor lugar, el alma que se acerca a Dios, puede arroparse de quietud aun en la explanada o en la calle llena de gente. Una mujer pobre e una gran ciudad que nunca podía tener descanso del insistente clamor de sus pequeños, se hizo un santuario de la manera más simple. “Me tiré el delantal sobre la cabeza,” dijo ella, “y eso fue mi cámara.”15

2. Una hora quieta

Para la mayoría de nosotros puede resultar más difícil encontrar una hora quieta. No quiero decir una “hora” de exactamente sesenta minutos, sino una porción de tiempo apartada de las obligaciones del día, protegida de las incursiones del trabajo y de los placeres, y dedicada a Dios. Los devotos del mundo de antaño podían quedarse en los campos meditando sobre el Señor hasta que la oscuridad los envolviera. Pero nosotros que vivimos con el chirrido de maquinarias y el ruido del tráfico siempre en nuestros oídos, cuyas obligaciones se amontonan chocando una contra otras mientras que las horas vuelan, muchas veces nos sentimos tentados a distraer para otros usos esos momentos que deberíamos considerar sagrados para tener comunión con el cielo. El Dr. Dale dice que si cada día tuviera cuarenta y ocho horas, y cada semana tuviera catorce días, quizá sería posible cumplir todo nuestro trabajo pero que, tal como son las cosas, es imposible. Hay algo de verdad en esta fantasiosa observación. Lo cierto es que si hemos de tener una hora quieta en medio de las muchas ocupaciones, manteniéndola sagrada, tenemos que tomar las medidas necesarias y negarnos a nosotros mismos. Tenemos que estar preparados para renunciar a muchas cosas que son placenteras y a algunas cosas que son lucrativas.16 Tendremos que redimir el tiempo, puede ser de alguna recreación, o de una relación social o del estudio o de las obras de caridad, si hemos de tener un rato cotidianamente para entrar a nuestra cámara y habiendo cerrado la puerta, orar a nuestro Padre que está en secreto.17

La tentación es quedarnos en este punto y, con humildad y seriedad, profundizarlo. A veces oímos decir: “Confieso que no paso mucho tiempo en el cuarto secreto (en oración silenciosa, solitaria), pero trato de cultivar el hábito de la oración continua (oraciones breves en medio de otras actividades). Con esto se implica que ésta vale más y es mejor que la primera. Las dos cosas no deben contraponerse. Cada una es necesaria para tener una vida cristiana bien ordenada; y cada una fue puesta en práctica perfectamente por el Señor Jesús. Él siempre estaba envuelto en el amor divino; su comunión con su Padre era constante; él era el Hijo del Hombre que está en el cielo. Pero San Lucas nos dice que tenía por costumbre retirarse al desierto y orar (Lucas 5:16). Dean Vaughan comenta así este versículo: “No se trataba de un solo retiro, ni de un solo desierto, ni de una sola oración, todo es plural en el original-los retiros se repetían; los desiertos eran más de uno, las oraciones eran habituales.” Las muchedumbres se agolpaban a su alrededor, se juntaban grandes multitudes para oírle y para que sanara sus enfermedades; y no tenía tiempo ni para comer. Pero encontraba tiempo para orar. Y éste que buscaba retiros con tanta soledad era el Hijo de Dios, que no tenía pecado para confesar, ni falta para lamentar, ni incredulidad para dominar, ni falta de amor para superar. Ni hemos de imaginarnos que sus oraciones eran meramente meditaciones tranquilas o éxtasis de comunión. Eran esforzadas, como de guerra, desde la hora en el desierto cuando los ángeles vinieron para ministrar al Hombre de Dolores postrado, hasta aquella terrible “agonía” en que su sudor era como gotas de sangre. Sus oraciones eran sacrificios ofrecidos con fuerte llanto y lágrimas.

Ahora bien, si era parte de la disciplina sagrada del Hijo encarnado tener frecuentes épocas de retiro, ¡cuánto más nos corresponde a nosotros, quebrantado como estamos e incapacitados por nuestros múltiples pecados, ser diligentes en el ejercicio de la oración privada!

 

Sugerencias prácticas

Cumplir este deber a prisa sería robarnos los beneficios que de él proceden. Sabemos, por supuesto, que la oración no puede medirse por divisiones de tiempo. Pero las ventajas que se derivan de la oración secreta no se obtienen a menos que se encare deliberadamente. Tenemos que “cerrar la puerta,” apartando y asegurando una porción suficiente de tiempo para el cumplimiento del compromiso asumido.

De mañana debemos encarar positivamente las obligaciones del día, anticipando aquellas situaciones en las que puede acechar la tentación, y prepararnos para aprovechar las oportunidades que se nos presenten que pueden ser útiles. Al llegar la noche debemos reflexionar en las providencias que hemos recibido, considerar nuestros logros con santidad, y procurar beneficiarnos de las lecciones que Dios quiere que aprendamos. Y, siempre, tenemos que reconocer el pecado y renunciar a él. Luego están los innumerables temas de oración que anhelamos orar que puedan sugerir el bien de la iglesia de dios, la conversión y santificación de nuestros amigos y conocidos, el adelanto del esfuerzo misionero y la venida del reino de Cristo. Todo esto no puede comprimirse en unos breves y apresurados momentos. Tenemos que tomarnos el tiempo adecuado cuando entramos al lugar secreto. Al menos una vez en su vida, el Sr. Hudson Taylor permanecía tan ocupado durante las horas del día en la dirección de la obra misionera que había fundado en la China, que le resultaba difícil encontrar un momento libre para la oración privada requerida. Por ello, se hizo determinó levantarse cada noche a las dos de la mañana, estar en comunión con Dios hasta las cuatro, para luego acostarse y dormir hasta la mañana.

En la iglesia judía era costumbre apartar un sector de tiempo para la meditación y oración tres veces al día: a la mañana, al mediodía y a la noche (Sal. 55:17; Dan. 6:10). Pero en las tierras bíblicas hay una pausa natural al mediodía que nosotros en nuestro clima más fresco por lo general no observamos. Donde es posible apartar unos momentos a mitad de camino en las obligaciones del día, por cierto debe hacerse.18 Y la naturaleza misma nos enseña que la mañana y la noche son ocasiones apropiadas para acudir a Dios.

Una pregunta que se comenta con frecuencia, y no deja de ser de interés es: ¿Debemos usar una hora a la mañana o a la noche para nuestro período más deliberado y prolongado de esperar en Dios? Es probable que cada uno pueda contestar esta pregunta por si mismo de la manera más provechosa. Pero debe entenderse siempre que hemos de dar a Dios lo mejor de nosotros mismos.

 

3. Un corazón quieto

Para la mayoría de nosotros, quizá es aún más difícil tener un corazón quieto. Los que se dedicaban a la contemplación en la Edad Media querían presentarse ante Dios en silencio, a fin de que les enseñara lo que sus bocas debían decir, y sus corazones esperar. Stephen Gurnall reconoce que es mucho más difícil colgar la gran campana en su lugar que hacerla repicar cuando ya ha sido colgada. Mc’Cheyne solía decir que mucho de su tiempo de oración era dedicado a prepararse para orar.19 Un puritano de Nueva Inglaterra escribe: “Mientras estaba en la Palabra, vi que tenía un corazón salvaje, que era más difícil de soportar y tolerar ante la presencia de Dios en una ordenanza, que un pájaro ante cualquier hombre.” Y Bunyan comenta de su propia profunda experiencia: “¡Oh! Los agujeros de entrada que el corazón tiene en el tiempo de oración; nadie sabe cuántos desvíos y callejones tiene el corazón para apartarse de la presencia de Dios.”20

En particular hay tres grandes (pero sencillos) actos de fe que sirven para mantener nuestra mente en Dios

(a) Debemos, en primer lugar, reconocer que somos aceptados delante de Dios a través de la muerte del Señor Jesús. Cuando un peregrino de la iglesia griego o latina llega a Jerusalén, su primer acto, antes de buscar comida o descanso, es visitar el lugar tradicional de la pasión del Redentor. Nuestro primer acto en oración debe ser entregar nuestra alma al poder de la sangre de Cristo. Era en el poder del sacrificio ritual que el sumo sacerdote de Israel pasaba por el velo el día de expiación. Es en el poder de la ofrenda aceptada del Cordero divino que tenemos el privilegio de comparecer ante la presencia de Dios. “Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne, y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura. Mantengamos firme, sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza, porque fiel es el que prometió” (Heb. 10:19-23).

“Estaba yo cargado de pecados, y de miles de mundos también,
Pero por esta senda entré-por la sangre del Cordero que murió.”

(b) Es también importante que confesemos y recibamos del Espíritu Santo la gracia que capacita, sin quien nada es santo, nada es bueno. Porque es él quien nos enseña a clamar: “Abba, Padre”, que indaga para nosotros las cosas profundas de Dios, que nos revela la mente y voluntad de Cristo, que nos ayuda en nuestras debilidades e intercede por nosotros, “según Dios”.21 Y todos nosotros “mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del Señor, sois transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como por el Espíritu del Señor” (2 Cor. 3:18). Cuando entramos a la cámara interior debemos presentarnos ante Dios con humildad y confianza, y abrir nuestros corazones para que el Espíritu Santo entre y lo llene. De esta manera recibiremos del Espíritu que ora, y nos entregamos al Cristo que ora, aquellas peticiones que son de origen divino, y que se expresan a través de nuestro corazón finito y nuestros labios manchados de pecados, con “gemidos indecibles.” Sin el apoyo del Espíritu Santo, la oración se convierte en un asunto increíblemente dificultoso. “En lo que respecta a mi corazón”, decía uno que se ocupaba profundamente en este ejercicio, “cuando voy a orar, me cuesta tanto acudir a Dios, y cuando estoy con él, me cuesta tanto quedarme con él, que muchas veces me veo forzado en mis oraciones, primero a rogarle a Dios que tome mi corazón y lo coloque en sí mismo en Cristo, y cuando esté allí, que lo guarde allí. No, muchas veces no sé qué orar porque soy tan ciego, ni cómo orar porque soy tan ignorante; bendecidos por gracia, sólo el Espíritu nos ayuda en nuestras debilidades.”

(c) Una vez más, como “el Espíritu se desplaza más triunfante en su propia carroza,” el medio que ha escogido para iluminar, confortar, despertar y reprender es la Palabra de Dios, por lo tanto, es bueno para nosotros al principio de nuestras oraciones dirigir nuestro corazón hacia las Sagradas Escrituras. Ayudará mucho a calmar la mente “contraria” si abrimos el tomo sagrado y lo leemos como en la presencia de Dios, hasta recibir de la página impresa una palabra del Eterno. George Mueller confesó que muchas veces no podía orar hasta haber concentrado su mente en un texto.22 ¿Acaso no es prerrogativa de Dios romper el silencio? “Mi corazón ha dicho de ti: Buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, oh Jehová” (Sal. 7:8). ¿Acaso no es apropiado que su voluntad ordene todos los actos de nuestras oraciones con él? Guardemos silencio ante Dios, a fin de que pueda moldearnos.

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