El compromiso: Confesión

 

“Es cosa grandiosa y rara que el alma pecadora descubra que en Dios cuenta con perdón. Es una verdad pura del evangelio que no tiene sombra ni paralelos ni imitación en ninguna otra parte. No hay en toda la creación ni la más leve impresión que se compare a él.”-John Owen

“Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9). La confesión del pecado es el primer acto del pecador que ha despertado, la primera marca de un espíritu que es objeto de la gracia. Cuando Dios desea una casa en la cual morar, prepara “un corazón contrito y humillado”. El altar de la reconciliación está a la entrada del templo del Nuevo Testamento; desde el altar el adorador pasa por el camino de la fuente al lugar designado para el encuentro: el propiciatorio manchado de sangre.

Pero ahora hablamos más bien de la confesión de pecado que deben hacer los que son justificados, habiendo encontrado aceptación en Cristo Jesús. Aunque sean niños, no dejan de ser pecadores. Y si andan en luz, tienen conciencia -como nunca antes la tuvieran en su estado no regenerado- de la vileza de su culpa, de lo aborrecible de su iniquidad. Porque ahora traen sus transgresiones y apostasía ante la luz del rostro de Dios, y manteniéndolas en alto frente a él, exclaman: “Contra ti, contra ti solo he pecado, y he hecho lo malo delante de tus ojos; para que seas reconocido justo en tu palabra, y tenido por puro en tu juicio” (Sal. 51:4).

 

Sea explícito

La confesión de pecado debe ser explícita. “La administración del cristianismo es para particulares”, dice el Obispo Warburton. La ley ritual en Israel que proporcionaba la transferencia del pecado el Día de la expiación presuponía la confesión de pecados definidos: “Y pondrá Aarón sus dos manos sobre la cabeza del macho cabrío vivo, y confesará sobre él todas las iniquidades de los hijos de Israel, y todas sus rebeliones y todos sus pecados” (Lev. 16:21). En los sacrificios individuales, también, mientras el que ofrecía el sacrificio (Lev. 1:4) tenía sus manos sobre la víctima, recitaba la siguiente oración: “Me acerco a ti, oh Jehová: he pecado, he hecho cosas perversas, me he rebelado, he cometido _____________”; luego el pecado o pecados en especial, eran mencionados y el adorador continuaba: “pero regreso en arrepentimiento: sea hecho eso para mi expiación”. De pie junto a las ruinas de Jericó, Josué le dijo a Acán: “Hijo mío, da gloria a Jehová el Dios de Israel, y... declárame ahora lo que has hecho”. Y Acán respondió: “Verdaderamente yo he pecado contra Jehová el Dios de Israel, y así y así he hecho” (Jos. 7:19, 20). La gran promesa del Nuevo Testamento no es menos definida: “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (I Juan 1:9). Un sabio y anciano escritor dice: “el hijo de Dios confesará pecados en particular; el cristiano que lo es sólo de nombre los confesará al por mayor; reconocerá que es un pecador en general; mientras que David, por así decirlo, señalaba con su dedo la herida: ‘He hecho lo malo’ (Sal. 51:4); no dice ‘He hecho mal’, sino ‘lo malo’. Señala su culpa de sangre.”

Cuando, en medio de nuestros compromisos diarios nuestra conciencia testifica contra nosotros de que hemos pecado, debemos confesar inmediatamente nuestra culpa, reclamar por fe ser limpios por la sangre de Cristo y, de esta manera, lavar nuestras manos en su inocencia. Y después, en cuanto tengamos la oportunidad, debemos reflexionar deliberadamente acerca del mal que hemos hecho. Al considerarlo con Dios nos impresionará lo pecaminoso que fue, de un modo que no nos impresionó en el momento que lo cometimos. Y si el pecado es uno que cometimos antes, uno al cual quizá nuestra naturaleza sea propensa, hemos de apelar con fe total a la poderosa misericordia de Dios, rogándole en nombre de Cristo que nunca más volvamos a afligirlo de esta manera.31

A medida que nuestro corazón se ablanda en la presencia de Dios, el recuerdo de pecados pasados que ya han sido reconocidos y perdonados volverán de cuando en cuando a poner una mancha nueva en nuestra conciencia. En dicho caso, la naturaleza misma pareciera enseñarnos que debemos implorar nuevamente la gracia perdonadora de Dios. Porque nos inclinamos, no ante el juicio del Dador divino de la ley, sino ante nuestro Padre, con quien nos hemos reconciliado por medio de Cristo. Un concepto más adecuado de la ofensa que hemos cometido debe ser seguido por una penitencia más profunda por el mal cometido. Bajo la dirección del Espíritu Santo con frecuencia nos sentiremos impulsados a orar con el salmista: “De los pecados de mi juventud... no te acuerdes” (Sal. 25:7), aun cuando hace mucho tiempo que estos ya se han encarado y resuelto. La convicción de pecado impulsará la confesión con naturalidad. Si tales impulsos son ignorados, el Espíritu quien puso en nosotros esa convicción se entristece.

 

Sométase al Consolador

Es de primordial importancia que en todos los ejercicios en la cámara secreta nos sometamos a las influencias benditas del Consolador, por quien somos capacitados exclusivamente para orar con aceptación. Ralph Erskine da una importante advertencia con respecto a esto. En su diario de oración escribe bajo la fecha 23 de enero de 1733: “Esta mañana tuve un despertar en oración, y me sentí fortalecido para esperar en el Señor. Al principio de mi oración discerní un entusiasmo por afirmar que Dios en Cristo es la fuente de mi vida, la fuerza de mi vida, el gozo de mi vida; y que no tenía ninguna vida que mereciera ese nombre, a menos que él mismo fuera mi vida. Pero entonces, reflexionando sobre mi propio pecado, vileza y corrupción, empecé a admitir mi impiedad; pero por el momento, la dulzura de mi estado de ánimo me falló, y pasó. De esto, creo, puedo sacar esta lección: que ninguna dulce influencia del Espíritu debe ser usada con el pretexto de obtener un estado de ánimo, que en realidad debe estar basado en la humillación; de otra manera, el Señor puede ser provocado a retirarse.” Cuando Thomas Boston se encontró en el peligro de ceder a la vanagloria, le dio una mirada a sus negros [pecaminosos] pies.32 Es muy posible que hagamos lo mismo, pero nunca al punto de perder nuestra seguridad de que somos hijos de Dios, o nuestro sentido de lo precioso que es Cristo. Como Rutherford nos recuerda: “En el cielo no hay ‘música de la ley’ [o sea, temas de juicio]: allí todo su canto es: ‘Digno es el Cordero’”. Y la sangre del rescate ha expiado TODO PECADO.

Los creyentes de tiempos pasados solían observar con gratitud las ocasiones cuando recibían poder para mostrar “un dolor bondadoso, penitencial por el pecado.” En otras ocasiones lamentaban lo apagado que estaban. No obstante, nunca se les ocurrió que la frialdad de sus sentimientos debería inducirlos a dejar de orar ante Dios. Al contrario, coincidían “con un guerrero laborioso y exitoso ante el trono de gracia”, quien se había decidido a que “él nunca dejaría de enumerar y confesar sus pecados hasta que su corazón se derritiera arrepentido y con dolor potente.”

 

¿Por qué un corazón apagado?

Puede haber muchas razones por las que el corazón esté apagado.

Aquel que una vez fuera una llama de fuego en el servicio de su Señor puede haber dejado que el fervor de su primer amor menguara por falta de combustible, o falta de vigilante cuidado, hasta que quedaba en el altar de sus afectos apenas un pequeño montículo de grises cenizas humeantes. Su mayor dolor es que no siente dolor por su pecado, su carga más pesada es que no lleva carga. “Oh, que estuviera una vez más bajo el temor de Cristo”, era el clamor de uno que colgaba en agonía a la orilla del abismo, pero que había aprendido que un corazón frío hacia Cristo es aún más insoportable. Los que se encuentran en este estado muchas veces están más cerca del Salvador de lo que piensan. Shepard de Nueva Inglaterra, hablando por amplia experiencia dice: “Nos sentimos más atraídos a Cristo bajo la influencia de un corazón muerto, ciego, que por todos los dolores, humillaciones y temores.”

Aquello que nos parece un corazón apagado puede ser la operación del Espíritu Santo, convenciéndonos de pecados que hasta entonces no habíamos notado. Así como uno mira una galaxia y ve sólo una franja de tenue reflejos, de la misma manera uno adquiere conciencia de innumerables pecados no considerados, meramente por la sombra que proyectan sobre la faz de los cielos. Pero cuando observa a través de un telescopio la franja nebulosa, ésta se convierte en grupos de estrellas, en cantidades casi infinitas. Y cuando uno examina el lugar secreto de comunión, la nube que oscurece el rostro de Dios, uno la ve desparramarse y formar una multitud de pecados. Si, entonces, en la hora de oración no tenemos una comunión viva con Dios roguemos con el Salmista: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; Pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno” (Sal. 139:23, 24). Aquel que ha prometido: “Escudriñaré a Jerusalén con linterna” (Sof. 1:12) nos examinará de arriba abajo, nos probará como se prueba la plata, nos zarandeará como al trigo. Él traerá a la superficie desde las profundidades inexplorables de nuestra naturaleza todo lo que es contrario a la mente de Cristo, y sujetará todo pensamiento y fantasía a la obediencia de su voluntad.

El corazón apagado puede resultar también de la percepción de nuestros muchos pecados de omisión-deberes sin cumplir, oportunidades desaprovechadas, gracia ignorada. Muchas veces, cuando nos arrodillamos en oración: “los años perdidos claman” detrás de nosotros. Lo que se comentaba del Obispo Ussher podría decirse de muchos siervos del Señor: “Oraba con frecuencia, y con gran humildad, que el Señor le perdonara sus pecados de omisión, y sus fallas en sus obligaciones”. Cada día es una embarcación que debe llenarse de obras santas y empresas serias antes de levar ancla. ¡Cuántas horas desaprovechamos! ¡Cuántas oportunidades perdemos! ¡Cuántos dones preciosos de Dios malgastamos! Y el mundo pasa y deja de ser, y su forma se desvanece.

Pero hay aquello que mora aún más profundamente en el alma todavía el pecado secreto-hay impiedad natural, el cuerpo de muerte. Cuando admitimos lo depravado de nuestra naturaleza debemos esforzarnos por hablar según la medida de nuestra experiencia. Quizá no exageremos los hechos, pero fácilmente podemos exagerar nuestra apreciación de ellos. Al ir avanzando en gracia, al ir acostumbrándonos a presentar aun nuestro pensamiento o sentimiento más pequeño a la luz de la pureza divina, al abrir los rincones más escondidos de nuestro ser a las influencias generosas del buen Espíritu de Dios, él nos guía hacia una comprensión más profunda de lo pecaminoso del pecado innato, hasta que lamentemos como Esdras: “Dios mío, confuso y avergonzado estoy para levantar, oh Dios mío, mi rostro a ti” (Esdras 9:6).

Se cuenta de Lutero que por un largo día su impiedad innata se reveló en manifestaciones espantosas, tan vehementes y terribles que “el puro veneno de ella consumieron su espíritu, y su cuerpo parecía muerto, tanto que no parecía haber en él voz, sentido, sangre o calor”. Cierto día especial de ayuno y oración Thomas Shepard, de Cambridge, Connecticut, escribió lo siguiente: “3 de noviembre. Vi al pecado como mi maldad más grande; y que yo era vil, pero sólo Dios era bueno, quien tachó mis pecados. Y vi por qué causa debía despreciarme a mí mismo… El Señor también me dio un vislumbre de mí mismo; fue un día y tiempo bueno para mí… Fui al Señor, y descansé en él… Empecé a reflexionar si todo el país no sería peor debido a mis pecados. Y vi que así era. Y éste fue un pensamiento humillante para mí.”

El presidente Edwards hizo cierta vez un descubrimiento asombroso de la hermosura y gloria de Cristo. Después de registrarlo en su diario, sigue diciendo: “Mi maldad, tal como soy en mí mismo, me ha parecido por largo tiempo totalmente inexplicable, que se traga todo pensamiento y fantasía, como un diluvio infinito, o como montañas sobre mi cabeza. No sé como expresar mejor lo que siento acerca de mis pecados, que amontonar lo infinito sobre lo infinito, y multiplicar lo infinito por lo infinito. Con mucha frecuencia durante estos muchos años he tenido en mi mente y mi boca estas expresiones: ¡Infinito sobre infinito! ¡Infinito sobre infinito!” Cuando el Dr. John Duncan se encontraba en su lecho de muerte declaró con gran intensidad: “Estoy pensando con horror en la mente carnal, la enemistad contra Dios. Nunca la vislumbro sin que me produzca horror, aun padecimiento físico.”

Éstas son experiencias solemnes. Quizá Dios guía a algunos pocos de sus hijos a través de aguas tan tempestuosas y profundas. No debemos tratar de imitarlas, a menos que él nos indique el camino. Sobre todo, no nos atrevamos, en confesiones dirigidas al santo Dios, a simular una experiencia que nunca hemos tenido. Pero, hasta donde Dios nos lo ha revelado, confesemos el pecado profundo de nuestra naturaleza. Se ha dicho33 y con toda razón, que la única “señal de que uno está en Cristo, que Satanás no puede falsificar” es el dolor y pesar que los verdaderos creyentes sufren cuando Dios les revela la impiedad del pecado innato.

Pero, por otro lado, el amor de Cristo a veces llena tanto el corazón, que aunque el recuerdo del pecado sigue, el sentido del pecado se desvanece-tragado en un inconmensurable océano de paz y gracia. Tales exaltados momentos de visitación por parte del Dios viviente son seguramente un preludio del gozo del cielo. Porque el canto de los redimidos en gloria es distinto de las alabanzas terrenales en esto: que mientras celebra la muerte del Cordero de Dios, no hay ninguna mención del pecado. Todos los frutos venenosos de nuestra iniquidad han sido aniquilados; todas las consecuencias agrias de nuestras malas obras han sido borradas. Y las únicas reliquias del pecado que se encuentran en el cielo son los pies y manos y costado cicatrizados del Redentor. Así que, cuando los salvos de la tierra recuerdan sus transgresiones pasadas, miran a Cristo; y el recuerdo de su pecado muere en el amor de él, quien usó la corona de espinas y sufrió la cruz.

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